El pescador de hojas
Eduardo, un buen padre de familia, era pescador en la costa del mar Adriático, pero no alcanzaba a alimentar a sus cinco hijos. Una vez pasaron diez jornadas sin que obtuviera un solo pescado. Los vecinos lo lamentaban, pues era trabajador y conocedor de su oficio.
En una ocasión el rey Julián, alto y de negro cabello rizado, pasó cerca de la casa del pescador y escuchó que los pequeños se quejaban de hambre. Preguntó qué ocurría y, al conocer los méritos y situación de Eduardo, pensó ayudarlo.
—Cada vez que atrapes algo con tu red, tráelo al palacio para que lo coloquemos en el platillo de mi balanza. En el otro platillo pondré el mismo peso en monedas de oro para ti —le informó.
Feliz por la promesa, Eduardo se hizo al mar por tres largos días. Remaba, lanzaba la red y la traía de vuelta al barco. Pero siempre estaba vacía. Desilusionado, tomó la ruta de regreso.
Ya en el puerto, echó la red por última vez. Al retirarla encontró una hoja de roble muy dañada por el agua del mar. Su amigo Antonio pasaba por allí.
—Llévasela al rey —le recomendó.
—Después de todo, fue lo único que pesqué… —respondió Eduardo y se dirigió al palacio. Al verlo, el rey comenzó a reír.
—Amigo, esa hoja tan liviana no hará que la balanza se mueva ni un poco. Pero hagamos la prueba —le dijo.
El pescador puso la hoja sobre el platillo. Para sorpresa de todos, éste bajó como si estuviera cargado de plomo. El tesorero comenzó a poner monedas en el otro platillo. Tuvo que colocar sesenta para equilibrarlos.
Eduardo se fue con ellas a comprar todo lo necesario para su familia. El rey conservó la hoja y convocó a los sabios, que la examinaron por días. Nunca dieron con la explicación de su misterio.
Ni siquiera Eduardo alcanzó a saber qué había pasado.
El secreto de la hoja dormía en su infancia. El pescador tenía tres o cuatro años de edad cuando un labrador vecino arrancó un pequeño roble que había surgido en los límites de su propiedad. El pequeño Eduardo lo recogió y lo plantó en un sitio que nadie cultivaba.
El ahora enorme árbol había aprovechado la oportunidad para agradecer a quien le había salvado la vida.
Eduardo, un buen padre de familia, era pescador en la costa del mar Adriático, pero no alcanzaba a alimentar a sus cinco hijos. Una vez pasaron diez jornadas sin que obtuviera un solo pescado. Los vecinos lo lamentaban, pues era trabajador y conocedor de su oficio.
En una ocasión el rey Julián, alto y de negro cabello rizado, pasó cerca de la casa del pescador y escuchó que los pequeños se quejaban de hambre. Preguntó qué ocurría y, al conocer los méritos y situación de Eduardo, pensó ayudarlo.
—Cada vez que atrapes algo con tu red, tráelo al palacio para que lo coloquemos en el platillo de mi balanza. En el otro platillo pondré el mismo peso en monedas de oro para ti —le informó.
Feliz por la promesa, Eduardo se hizo al mar por tres largos días. Remaba, lanzaba la red y la traía de vuelta al barco. Pero siempre estaba vacía. Desilusionado, tomó la ruta de regreso.
Ya en el puerto, echó la red por última vez. Al retirarla encontró una hoja de roble muy dañada por el agua del mar. Su amigo Antonio pasaba por allí.
—Llévasela al rey —le recomendó.
—Después de todo, fue lo único que pesqué… —respondió Eduardo y se dirigió al palacio. Al verlo, el rey comenzó a reír.
—Amigo, esa hoja tan liviana no hará que la balanza se mueva ni un poco. Pero hagamos la prueba —le dijo.
El pescador puso la hoja sobre el platillo. Para sorpresa de todos, éste bajó como si estuviera cargado de plomo. El tesorero comenzó a poner monedas en el otro platillo. Tuvo que colocar sesenta para equilibrarlos.
Eduardo se fue con ellas a comprar todo lo necesario para su familia. El rey conservó la hoja y convocó a los sabios, que la examinaron por días. Nunca dieron con la explicación de su misterio.
Ni siquiera Eduardo alcanzó a saber qué había pasado.
El secreto de la hoja dormía en su infancia. El pescador tenía tres o cuatro años de edad cuando un labrador vecino arrancó un pequeño roble que había surgido en los límites de su propiedad. El pequeño Eduardo lo recogió y lo plantó en un sitio que nadie cultivaba.
El ahora enorme árbol había aprovechado la oportunidad para agradecer a quien le había salvado la vida.